viernes, 17 de octubre de 2008

TIPO DE CAMBIO por: Ángeles Mastretta

17 Oct 2008. EL PAIS.COM

Los comentarios en torno a vivir y durar trajeron buenas ideas. Hay largas y buenas reflexiones. Quien recordó a Mafalda diciendo que entre un sencillo de los Beatles y un LP de Julio Iglesias prefería el sencillo, nos regaló una perla de Quino que hoy pienso repetir por donde vaya. Y alguien sugirió que hay una tercera opción: cambiar. Yo confieso que apetezco las tres: vivir, durar y cambiar.
Sobre todo ir haciéndonos al ánimo de aceptar y buscar los cambios con objeto de vivir mejor y estar más tiempo en el mundo que, por feo que se ponga, es bonito. Y en el que más nos vale durar a quienes, por desgracia, no creemos en otro.
De esta no muy airosa, pero sí tenaz reflexión, derivo la certeza de que a ustedes les gustaría conocer a mi hermana Verónica.
Mi hermana Verónica es una mujer de ojos inmensos, tercos y valientes. Ella toda es así. Y tiene fe. En sí misma y en el fuego que puede despertarse en los otros. Cree posible convencer a los moradores de una ciudad que de tanto ser gobernada por vándalos ha creado una mayoría de personas escépticas a los que cuando no rige el miedo, rige la desidia, de que es posible cambiar. De que urge cambiar el modo en que los ciudadanos se relaciones con los gobernantes, las calles y ni se diga el paisaje frente al que viven.
A muchos de ellos lo que sucede fuera de sus puertas y sus negocios les incumbe muy poco. Semejante actitud se ha vuelto un hábito de tal tamaño que se ha ido volviendo invisible. Ya parece normal que a la gente no le importe si la ciudad esté sucia o limpia, si al estado lo gobierna una pandilla de bandoleros feos, pero capaces de retratarse en las páginas de sociales vestidos como bien les sugieren las revistas de modas y responder preguntas vanas con respuestas cretinas.



¿A quién se le ocurre que un gobernante deba decir quién es su modista preferido? A una persona del tamaño mental de quien pregunta: a un político poblano.
Los políticos en Puebla están dispuestos a responder a preguntas necias, no están dispuestos a responder por qué se les hace tan fácil convertir la tierra destinada a ser parque público en Centro Comercial o, peor aún, en sitios para lo que llaman vivienda media que acaba siendo vivienda y media de preferencia para quienes se buscan y pagan su amistad.
Mi hermana es terca y participa y litiga en este medio que ella vive y del que huí yo, movida por un valor que no venía más que del pánico a quedarme.
Puebla, la ciudad de cielo ardiente y luminoso en que nacimos, es el territorio mítico en el cual yo he puesto a vivir a una buena parte de mis personajes. Como tal es un lugar que muchas veces, mientras recuerdo y lo describo, me estremece de tan bello.
Conozco personas que han venido a México para ir a Puebla a conocer el lugar del que habla Catalina Ascencio, la ciudad por la que tuvieron devoción todos en la familia Sauri. En la que Emilia se enamoró de Daniel Cuenca y Catalina de Carlos Vives. (Perdón por el breviario, pero viene al caso).
Una vez alguien llegó a sus calles y buscó mi teléfono en el directorio, encontró el de mi madre. Le dijo que ella era una joven italiana y que había ido a Puebla para ver los volcanes y la tierra de las “Mujeres de ojos grandes”. A mi mamá, que era perfecta y vivía con vergüenza el estado de descomposición al que ha llegado nuestra ciudad, no se le ocurrió mejor cosa que disculparse. Si hubiera podido habría salido a levantar el tiradero que durante años se ha vuelto lo común en una ciudad trazada con los ojos y el espíritu del Renacimiento.
--Nos da pena que la mires así de maltrecha—dijo.
La italiana estaba feliz con la mugre y el desorden ambientales, así que le pidió no afligirse y siguió su camino en pos de Andrés Ascencio, una tesis sobre “Arráncame la vida” y el aprendizaje existencial de Catalina, la mujer del general.
Mi madre y mi hermana siguieron cuidando la laguna de San Baltazar, un vaso de agua en el que jugábamos de niñas que con el tiempo se había secado porque la ciudad creció sobre ella y que cada temporada de lluvias se desbordaba sobre los barrios de los alrededores. Verónica fundó una asociación civil empeñada en cuidar el medio ambiente, a la que llamó “Puebla Verde”. A esa agrupación nos unimos, de nombre, algunos desobligados con ánimo de portarnos bien bajo el manto de quien sí trabaja: ella, que recuperó la laguna y mi madre que la cuidó diez años. Verónica hizo todo un trabajo, según ella fácil que, sin embargo, nadie había hecho y que el municipio de la ciudad le dio en custodia, con todo el júbilo perezoso de quien se quita un peso de encima. Ella dragó la basura, hizo un bordo, sembró árboles a la vera del agua y en un año el lugar empezó a verdear, las plantas a crecer, los peces a reproducirse y los pájaros a acurrucarse ahí. Hasta garzas llegan cada año. Y patos silvestres, y un montón de tortugas y dos iguanas que ni son del rumbo ni están permitidas como mascotas, pero que seguramente fueron compradas como tales por alguien que luego las dejó ahí para abandonarlas en alguna parte que no fuera la calle. ¡Iguanas poblanas! Quién sabe si habrán nacido en Cancún, pero están contentas en el clima templado y no parecen añorar el trópico.
Ahora la laguna de San Baltazar es un parque con todas las de la ley, en la preclara mitad de la ciudad, por un rumbo en el que vive gente sin grandes casas y está contenta de vivir cerca de un jardín que muchos recuerdan conocieron como basurero.
Cambios así hacen que valga la pena vivir y durar. ¿No creen ustedes? Yo eso creo, pero ya les iré contando cómo hay gente que no lo cree. Gente a la que los ojos de Verónica, su tenacidad y hasta la aureola que yo veo brillar alrededor de su atareada cabeza, los confunden y asustan.
Empiecen ustedes a tener un buen fin de semana. Y gracias por andar en esto rumbos.

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