A cuatro meses y medio del conmemorativo 2010, el escenario político ha tenido que aceptar la irrupción de un vocablo tratado todavía semanas atrás con desdén: estallido. De golpe, como corresponde a la naturaleza de lo enunciado, la elite de la sociedad mexicana ha comenzado a darse cuenta (o, más bien, a asumir) que hay un riesgo cierto, en curso, creciente, de que llegue a niveles de estallido el odio social acumulado, puesto de relieve y agravado por las recientes torpezas extremas en el manejo de la crisis económica. Lo mismo el rector de la máxima universidad pública del país (el doctor Narro, que ha tenido hasta ahora un comportamiento crítico mesurado, que lo hace específicamente valioso en estos tiempos nublados), que dirigentes empresariales y partidistas alertan sobre el peligro de que revienten los mecanismos pacíficos de atención y presunta solución de las controversias sociales. De pronto, pareciera que el entramado institucional, todavía unos días atrás tan sordo y soberbio, tan falso y manipulador, se hubiera topado con la estampa de la miseria amenazante, de la desesperanza dispuesta a la detonación, de los marginados en vías de insurrección. No es exactamente que no se supiera de la existencia de esos fantasmas (de hecho, diariamente se asoman algunos de ellos desde los parabrisas por limpiar), pero nunca hasta ahora se había considerado seriamente la posibilidad de que esas masas largamente maltratadas pudieran buscar opciones de trueno.
Las condiciones para ese estallido social han sido creadas por las mismas elites que hoy se santiguan. Calderón ha resultado no solamente un fracaso sino una forma exitosa de provocador social: sus decisiones y propuestas irritan a una franja que más allá de consideraciones partidistas o valoraciones electorales históricas va tomando conciencia retumbante de su desgracia conforme día con día se van produciendo más muertes y ejecuciones, más cinismo de los líderes y gobernantes, más pruebas de despilfarro y ratería, más insensatez en las cúpulas que bien o mal tienen el encargo de gobernar. En el PRI, la presunta alternativa surgida de los comicios recientes no es más que peor de lo mismo: Carlos Salinas ya ni siquiera tiene recato en esconder la mano tras el teatro de títeres, promoviendo la candidatura de un atildado alumno de las escuelas de corrupción del propio salinismo y del montielismo, el gobernador Peña Nieto, e impulsando a personajes de fierro carlista explícito, como el diputado electo Francisco Rojas, para coordinar la bancada federal priísta y, por ende, los trabajos estratégicos de San Lázaro. Las instituciones mandadas al diablo por sí mismas no pueden contener la irritación social. La inmensa mayoría de los gobernadores (¿por qué se da pie a alguna excepción, en esta columna timorata?), las cámaras federal y locales y, desde luego, la excesivamente húmeda barcaza sin timón llamada gobierno de la República, dan diariamente razones para la disidencia activa, que hasta ahora no se ha manifestado en sus dimensiones reales, luego de tan largo periodo de manipulación y adormilamiento colectivo (en el que han tenido mucho que ver los intereses de la delincuencia de cuello blanco que ejerce presiones políticas para conseguir negocios a través de sus frecuencias televisivas y radiofónicas, y la vergonzosa complicidad de una gran franja de periodistas y comentaristas que aceptaron y justificaron el fraude electoral de 2006, desarrollaron y ahondaron en una campaña de difamación contra los opositores a la desgracia nacional prefigurada, y ahora no encuentran la manera más o menos aceptable de hacerse pasar como críticos objetivos, imparciales, independientes, de lo mismo que convalidaron y les benefició).
Sin embargo, esos riesgos de estallido social son expresiones amorfas de una crisis que no se solucionará con la violencia. Sin organización ni proyecto compartido, los restallidos de inconformidad quedarán en la decepción y el fracaso o, aún peor, en la represión. En la realidad, más allá de filias y fobias, hoy solamente hay un camino posible, el de la resistencia civil pacífica, para encauzar la inconformidad masiva (nunca tendrán suficientemente clara los jefes de este sistema la gravedad del error histórico que cometieron al frenar el arribo de López Obrador a la Presidencia: con él, los excesos de ese mismo sistema habrían sido atemperados y los privilegiados tendrían mejores condiciones que hoy para la continuidad: por el bien de todos, primero los pobres, era la oferta de sostenimiento equilibrado de un régimen que habría mantenido un buen porcentaje de privilegios afeitados a cambio de ciertas compensaciones populistas y la molestia de un discurso sexenal incómodo: en el DF no hubo revolución sino mejorías de fachada, en el país tampoco hubiera pasado nada tan grave para quienes, desde las cúpulas, supieran nadar con inteligencia en aguas cambiadas de color).
Ayer, hasta el futuro presidente de la Cámara de Senadores (por obra y gracia de Manlio Fabio Beltrones), Carlos Navarrete, hizo ver la necesidad de que los líderes de su partido (de Carlos, no de Manlio) se colocaran a la cabeza de las movilizaciones en defensa de la economía popular. Es la hora de López Obrador (aunque él prefiera ver las Sabritas, los Gansitos y la Coca Cola de Carstens, como si los problemas reales debieran ser enfocados caricaturalmente en una persona de la que pide su destitución), en la encrucijada histórica a la que ha llevado Calderón al país. Estallar (palabra que viene de astellar, voz antigua que significa hacerse astillas) o reformar. Desbordamientos sin control o lucha política. Cambio democrático o retroceso autoritario. Opción de amanecer o hundimiento en las tinieblas. Esa es la cuestión.
Mientras tanto, Calderón pide que haya un sacrificio de todos para salir adelante y la jerarquía católica, chambona, pide que no le traten de cobrar impuestos sino que le den dinero público para hacer obra pía. ¡Hasta mañana, con el Departamento de Estado hablando de la opacidad de la justicia militar mexicana!
viernes, 21 de agosto de 2009
Astillero Julio Hernández
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