Othón, tigre de muchas rayas
Luchador social de larga vida y aliento sostenido, Othón Salazar pasó por numerosas aulas, tribunas, trincheras, carreteras, lo mismo que veredas. Se le recuerda más por unas que por otras, pero estuvo en todas.
Expulsado del magisterio oficial después del gran movimiento de los años 50, ni el más horrendo de sus charros enemigos (o enemigas) pudo evitar que Othón fuera maestro, y de los mejores, hasta el último día de su vida.
Ahora que ha muerto, se menciona más su derrota (digna, pero lamentable: la revuelta de los maestros), que su gran victoria: fundar ese fenómeno histórico de los pueblos indígenas que hacia 1980 fue llamado la Montaña Roja.
Aquella transformación política y mental en el corazón más pobre de la mixteca guerrerense comenzó en su natal Alcozauca, en 1979-1980, cuando animado por él, el Partido Comunista Mexicano ganó la alcaldía en esa remota región del olvido. Fue el primer lugar del país gobernado legalmente por la izquierda, y lo seguiría siendo bajo las sucesivas siglas del poscomunismo: PSUM, PMS y PRD, al cual renunciaría hace ya 10 años, guiado por su noción revolucionaria y su integridad, quizá no a prueba de errores, pero impermeable a cualquier corrupción o reblandecimiento.
El “contagio” de la Alcozauca “roja” fue considerable. Pronto Metlatónoc y otros vecinos municipios mixtecos, tlapanecos y nahuas de la Montaña vencerían la aparente inmanencia del PRI, y dos décadas antes que la capital del país demostrarían que se puede.
Experiencias como la Policía Comunitaria, hoy tan importante, no se explicarían sin el establecimiento de gobiernos populares en aquellas partes dominadas siempre por caciques criminales y el racismo de unos cuantos.
Tierra seca y difícil, fértil para guerrillas, y también por desgracia para el narco en sus escalones más bajos (esos tristes cultivos de amapola y mariguana, que hacen chivos expiatorios de indígenas que luego ni saben para qué sirve la “goma” que producen y transportan y los conduce a la cárcel o la muerte).
En los años 80 algo sucedió en Alcozauca. Othón Salazar inspiró la recuperación de tierras, derechos y cultura contra todo pronóstico. Aquella Mixteca parecía condenada a esfumarse: su lengua, su agricultura, su vida comunal. Ya entonces expulsaba migrantes.
Una noche de esos años en los que tuve la fortuna de acompañar un poco a los alcozauquenses en la que aún parecía una lucha solitaria, Othón, muchas otras personas y yo estuvimos a punto de morir juntos como en El puente de San Luis Rey. Era una noche fea, lluviosa, cerrada de niebla. Regresábamos de alguna comunidad apartada en un camioncito cargado con pasajeros, la mayoría indígenas.
Si mal no recuerdo, Othón era presidente municipal por segunda ocasión. Mientras descendíamos la serranía, a nuestra derecha, metros abajo, corría un río loco y caudaloso. En una curva, el carro, conducido por su sobrino, se salió del estrecho camino y quedó colgando varios metros arriba del torrente que no veíamos, sólo escuchábamos. Comenzamos a balancearnos, en uno de esos momentos en que hasta respirar es peligroso.
Othón, quien viajaba en la cabina, llamó a la calma y organizó la evacuación de la camioneta mediante un delicado proceso de pesos y medidas, con serenidad y liderazgo, por así decir. “Que no panda el cúnico”, citó al Chapulín Colorado. Primero saltaron los pasajeros de la caja, pero no todos, pues nos hubiera desbalanceado y el carro habría caído de trompa. Uno por uno, los apiñados pasajeros de la cabina deslizamos las nalgas sobre los asientos.
Al aire teníamos la llanta delantera derecha. La trasera vacilaba entre la tierra del borde, que se desmoronaba, y las raíces de un árbol torcido. Pocas veces he sentido mayor alivio de poner los pies en la tierra.
Entre todos, gente del campo con recursos para situaciones desesperadas, se las arreglaron para devolver el vehículo al camino. Luego, mientras bajábamos a la cabecera de Alcozauca, patinando sobre el lodo, Othón dijo de pronto:
–Aquí venimos, juntos, camino a casa. ¿A poco no es la mejor noche del mundo?
Los demás traíamos atravesado el espanto todavía, pero Othón estaba contento, nada más. Para él era una raya más en el lomo del tigre. Nunca fue de los que mueren fácilmente.
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